Todos los días me ocupo de organizar la mesa
para almorzar o cenar. Mantel, platos y todas esas cosas son parte
de mi colaboración. Mi servilleta preferida la saco de un cajoncito
especial. La servilleta, mi servilleta, es un pedazo común de tela,
con los bordes azules y una gnómida bordada en una esquina. Había
leído que, primitivamente, el gnomo era un ser bueno, aunque algo
travieso, mas con el tiempo se hizo malo y feo. Su mujer, la gnómida,
era mucho más pequeña que él pero, en cambio, era muy hermosa y muy
buena. Bueno, así era mi servilleta, y yo la quería tener siempre en
mi lugar en la mesa.
Un día, durante un almuerzo, se me cayó al suelo (yo la ponía
usualmente sobre mi falda para cubrirme el pantalón). Me agaché, la
recogí, me la volví a poner y continué almorzando. Al rato ella
estaba otra vez en el suelo. Algo fastidiado, la alcé y me la colgué
en el cuello de la camisa, apoyándola sobre mi tórax y mi abdomen.
No tardó un segundo en desprenderse y comenzar a deslizarse
lentamente hacia abajo. En mi intento de detenerla, apoyé un codo
sobre el tenedor, el cual se levantó como una catapulta, tirando
sobre mi pantalón el trozo de carne con salsa que estaba en el
plato. Ya resueltamente molesto, tiré un montón de sal sobre la
mancha del pantalón para que absorbiera algo del desastre. Luego
busqué un alfiler, tomé la servilleta e intenté pincharla en la
camisa, pero con tan mala suerte que lastimé mi pecho con el
pinchazo. Ya fuera de mí, tiré ese pedazo de tela al suelo. Pero no
pude seguir comiendo. El arrepentimiento me había cortado el
apetito, así que volví a agacharme para tratar de recoger mi
preciado tesoro. Cuando iba a tomar la servilleta, sentí una
tremenda puntada en un costado y ya no pude volver a mi posición. Me
enderecé con gran esfuerzo, gimiendo y protestando contra las
servilletas, los gnomos y sus esposas. Pisé el trapejo con mi pie
derecho y lo arrastré hasta la cocina. Ahí me armé de valor, me puse
de rodillas, tomé la servilleta y la tiré al tacho de basura. “Éste
es el fin del romance”, le grité y me fui a la cama con mis penas y
mi dolor.
Dormí una buena siesta, hasta casi la hora de cenar. Me levanté más
aliviado. Entonces, otra vez arrepentido, me fui a buscar mi
servilleta preferida a la bolsa de la basura. Pero no estaba, ya la
habían llevado a la vereda para que la recogiera el basurero.
Angustiado, miré la hora. Todavía faltaba un rato para la recorrida
del camión de residuos, así que fui hasta el pasillo, abrí
frenéticamente la puerta de entrada, miré ansiosamente hacia el
cordón de la vereda, y entonces la vi. ¡Estaba abierta! Temiendo lo
peor, corrí hacia ella. Un hombre estaba al lado de la bolsa,
sentado sobre un cajón de soda vacío. Saboreando el pedazo de carne
que yo había dejado ese mediodía, me regaló una mirada de
agradecimiento. Mi servilleta con la gnómida adornaba su talle. La
mujercita me sonrió y yo me volví a mi casa, aceptando resignado su
decisión.
Daniel
Serber