“Por
favor, déjeme escuchar esos sonidos” le dijo el títere al
titiritero. “Me encantaría coleccionar sonidos acompasados, toda
clase de música, cantos de pájaros, el ulular del viento, la caída
de la lluvia, las olas acercándose a la playa. Quisiera tener un
montón de esas grabaciones y vivir escuchándolas, en mi mundo, no en
este encierro eterno. No me saque ahora, no podría soportar a esos
chicos que están afuera. Escucho ya sus gritos desenfrenados; no
hablan, vociferan, son muy inquietos y traviesos, ¡me dan miedo!”
El
titiritero le dijo: “Debemos hacer nuestro trabajo, eso es lo
importante. Cuando uno se compromete a dar algo, debe posponer sus
gustos o sus disgustos para cumplir su compromiso”.
Uniendo
la acción a la palabra, el hombre comenzó a guiar al títere con sus
dedos para que brinque, salte y baile. Su voz de ventrílocuo le daba
el habla al muñeco, pero notaba que sus propias palabras llegaban al
aire entremezcladas con otra voz extraña que parecía decir: “Déjeme
volver”, “Me gusta la música en libertad”, “¡Quiero ser feliz!”, en
tonos más bajos, pero perfectamente audibles para él.
Cuando
quiso terminar la función haciéndole dar una vistosa voltereta a su
compañero, notó que éste se había deslizado de sus dedos. Lo buscó
con su mirada y vio que el muy travieso se había tirado del pequeño
escenario. Cantando alborozado, huía de la última página del libro
que contaba la historia del títere y el titiritero.
Daniel
Serber