Un pequeño huerto en las afueras.
Una tormenta violentísima, con granizo de
piedras muy grandes, mucha agua, truenos, rayos y centellas.
Oscuridad casi nocturna recién despertada la mañana.
El meteoro castigó cerca de ocho horas sin dar
un descanso. En los albores de la tarde, cesó para dar lugar a que
el sol luciera sus mejores galas y adornara a pleno el límpido
cielo.
Fieles a su genética, las hormigas reanudaron
su trabajo de la víspera en busca de sustento. Volvieron a subir por
el tronco del limonero y se encaminaron hacia el único limón que se
había salvado de la pedrada. Cuando las huestes de avanzada
llegaron, se armó el revuelo, seguramente porque el sustancioso
fruto tenía una herida grande que exponía su carne fresca y
saludable. Ahí, sobre esa franja abierta, concentraron su trabajo
febril. El profundo negro de las invasoras hacía más bello el
amarillo reluciente de su presa. El tránsito hacia arriba y hacia
abajo era intenso y rápido. De cuando en cuando las que volvían con
la carga les transmitían las novedades a las que llegaban.
El limón herido, maltrecho y dolorido, sentía
que en poco tiempo los voraces insectos acabarían con su limonidad.
Lamentaba entonces que su destino de alimento y de sabor se
frustrase antes de completar su madurez. A medida que las hormigas
progresaban en su tarea, se podían advertir las lágrimas de jugo que
la indefensa víctima derramaba.
Cuando ya llegaba el crepúsculo y sus
brillantes semillas, descartadas por las intrusas, caían sobre la
tierra todavía bien húmeda, el limón empezó a reír. Al fin y al
cabo, sus preciadas simientes serían pronto fuentes de vida de
nuevos frutos.
Daniel
Serber